sábado, 7 de abril de 2018

La desaparición de los "monumentos" en Viernes Santo

Un padre de familia nos ha enviado una interesante crónica donde nos cuenta lo vivido en la ciudad de Santiago de Chile durante la pasada Semana Santa. En ella se refiere a los "monumentos", nombre con el que se conoce una suerte de triunfo o altar distinto del altar mayor muy solemnemente adornado con luces y flores que representa la institución de la Eucaristía, y que hoy pocas iglesias disponen para la reserva del Santísimo desde la noche del Jueves Santo al Oficio de Pasión del día siguiente. En su relato, nuestro colaborador proporciona algunos datos sobre el origen y disciplina de estos monumentos, cuya conservación recomienda la Iglesia. Es lamentable que ellos, que ayudan a fomentar el culto eucarístico entre los fieles, sean en la actualidad tan difíciles de encontrar en nuestras iglesias. Sobre todo cuando se considera que nuestra oración debe ser preferentemente litúrgica, y eso pasa por hacer de la Eucaristía, sea en la Misa o fuera de ella, la fuente y culmen de nuestra vida interior, como recomendaba el Concilio Vaticano II. 


(Ilustración: Pinterest)

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La desaparición de los "monumentos"

Un padre de familia

No se encarnicen tanto con los edificios, 
nuestro objetivo son las instituciones"


(Pintada hecha en la Sorbonne, mayo de 1968).

El pasado Viernes Santo fui con uno de mis hijos a recorrer los monumentos de las iglesias del centro de la ciudad de Santiago de Chile. Sin embargo, el resultado fue desalentador. Esa zona es la que concentra una mayor cantidad de iglesias por superficie de toda la ciudad, de manera que es posible visitar varias con unas pocas manzanas de diferencia. Se trata asimismo de los templos más antiguos de la ciudad, la mayoría de ellos perteneciente a las primeras órdenes llegadas al país para comenzar la evangelización de estas nuevas tierras. 

Si bien el Directorio de piedad popular (2002) señala que se debe evitar el nombre de “sepulcro” o “monumento”, con tal nombre se conoce en la tradición católica la capilla o altar muy adornado donde ser reserva un arca con la Santísima Eucaristía desde la noche del Jueves hasta la tarde del Viernes Santo. Como este día no se celebra la Santa Misa, había de guardarse la Eucaristía para la comunión del día siguiente al acabar la Misa de la Cena del Señor. Tras los Oficios de la tarde del Viernes Santo se consumen todas las hostias consagradas del monumento y la Iglesia queda sin Misa y sin Santísimo hasta la Pascua, vale decir, hasta la primera Misa del Domingo de Resurrección que sucede a la Vigila de la noche del Sábado Santo. 

Monumento de las Claras de La Laguna

Como fuere, no se ha de considerar esta reserva como un rito característico del Jueves Santo. En la Antigüedad se hacía siempre que al día siguiente no había celebración del Sacrificio Eucarístico, como ocurría los viernes. En esos días era necesario tener hostias reservadas para el viático de los enfermos y la comunión del sacerdote. Tal uso durante el Jueves Santo es antiquísimo, pues el Viernes Santo siempre ha sido un día alitúrgico. Por eso, la última parte del Oficio de ese día era conocido como la “Misa de presantificados”, porque la acción litúrgica se hacía con hostias consagradas (santificadas) con anterioridad y no en la misma ceremonia. Lamentablemente, los primeros Ordines no dice nada acerca de la solemnidad con que se había la reserva durante los primeros siglos. 

Con el tiempo la devoción a la Eucaristía aumentó considerablemente, sobre todo debido a la necesidad de reaccionar contra las herejías que se produjeron en torno a ella. Fue así como la Iglesia comenzó a dar una mayor solemnidad a esta reserva el Jueves Santo, día en que se conmemoraba su institución. Sin embargo, el simbolismo fundamental de esta reserva no fue eucarístico, sino sentimental o anacrónico, y es por eso que el Directorio de piedad popular objeta el nombre con que se la conoce tradicionalmente. Desde el siglo IX, Amalario de Metz y los demás simbolistas medievales vieron en esta reserva de la Eucaristía la deposición de Cristo en el sepulcro, para completar así, con el Jueves Santo, los tres días que pasó en esa tumba antes de resucitar, según se profesa en el Credo. La idea arraigó entre los fieles, y hasta se colocaron Marías, guardias y toda clase de atuendos propios de un sepulcro en el lugar de la reserva. Contra esa ambientación fúnebre se ha pronunciado en diversas ocasiones la Iglesia, prohibiéndose de manera absoluta esas costumbres. Esa es la idea que hoy repite el citado Directorio de piedad popular, pues Cristo ha vencido a la muerte y se encuentra entre nosotros merced a Su Presencia real, verdadera y sustancial en la Santa Eucaristía. Hoy por hoy, la muerte de Dios es sólo una teología posmoderna...

Monumento preparado por el Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote
(Foto: ICRSS-Nice)

Con el tiempo, el rito de traslado solemne del Santísimo quedó incorporado a la liturgia del Jueves Santo. Terminada la Misa de la Cena del Señor, y encendidas las velas, comienza la procesión hacia el monumento, la que va precedida por una cruz alzada. Cirios e incienso acompañan la procesión, durante la cual se canta el Pangue Lingua (salvo las dos últimas estrofas). Al llegar al lugar de la reserva, el sacerdote depone el copón y, poniendo de nuevo incienso en el turíbulo, lo inciesa arrodillado mientras se canta el Tantum ergo. Tras esto se encierra el copón en el sagrario. Después de unos momentos de adoración en silencio, el sacerdote y los demás ministros que lo asisten hacen una genuflexión para volver a la iglesia a desnudar el altar. Así concluyen los ritos del Jueves Santo, que han comenzado por la mañana con la solemne Misa crismal en torno al obispo diocesano. 

A medianoche del Jueves Santo comienza la feria VI in Parasceve, el día de la sagrada pasión y muerte del Señor, de suerte que debe cesar, incluso en los signos externos, la adoración pública del Santísimo Sacramento. Esto significa que, desde la reforma piana de 1955, es preceptivo que a las doce de la noche se apeguen las luces del lugar donde se ha levantado el monumento y sólo quede la pequeña lámpara que indica la presencia del Santísimo. Por cierto, las acostumbradas visitas de los fieles hasta la liturgia posmeridiana del Viernes Santo son posibles y aún recomendables, siempre que ellas no se hagan de un modo solemne ni oficial o público. De hecho, el Misal reformado aconseja que los sacerdotes exhorten a los fieles, según las circunstancias y costumbres del lugar, a dedicar una parte de su tiempo, durante la noche del Jueves Santo, a la adoración delante de Jesús Sacramentado, la cual puede continuar al día siguiente sin solemnidad.


Monumento de la Iglesia del Convento del Corpus Christi, situado en la plaza del Conde de Miranda, en Madrid


La reserva del Santísimo se dispone de antemano en una capilla lateral del templo o en una capilla ubicada fuera del mismo pero cercana a éste, sin que pueda entonces celebrarse en él la Misa del Jueves Santo, ni la solemne liturgia de la Pasión del Señor del día siguiente, ni tampoco el Oficio de tinieblas. Ahí debe situarse un altar sin cruz sobre el cual se dispone un sagrario vacío (antes una arqueta), que recibirá en su interior los copones con las formas consagradas en la Misa en la Cena del Señor. Si el sagrario habitual está ubicado en una capilla lateral fuera del presbiterio, puede usarse ese mismo sagrario para monumento con tal que al inicio de la Misa de la Cena del Señor esté vacío y abierto, y que reciba las hostias que han sido consagradas exclusivamente en la Misa del Jueves Santo y no otras. Tras la reserva, el sagrario debe permanecer cerrado, y nunca puede tener la forma de una urna o una funeraria. Esto significa que en el monumento no deben ponerse paños negros, ni trofeos de la Pasión, ni tampoco reliquias o imágenes de santos. Tampoco puede hacerse la exposición con la custodia, porque eso implica culto público a la Eucaristía. Pero puede adornarse el monumento con todo el aparato festivo, vale decir, con colgaduras, frontal blanco, flores y un competente número de velas blancas, las cuales no pueden ser menos de doce, según lo dispuesto por Benedicto XIV. La luz eléctrica y de aceite está permitida, pero sólo fuera del altar donde estaba el sagrario o arca eucarística, donde sólo puede haber cirios de cera natural. Como ha quedado dicho, lo único que no está autorizado es la adoración pública desde la medianoche en que principia el Viernes Santo. 

La costumbre de visitar siete monumentos fue introducida en Roma por San Felipe Neri en el siglo XVI y se propagó por todo el mundo católico hasta llegar a nuestros días. La visita se realizaba originalmente a las cuatro Basílicas mayores: San Pedro del Vaticano, Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo extramuros, además de las iglesias de San Lorenzo, la Santa Cruz y San Sebastián. En Hispanoamérica la práctica tuvo pronto gran arraigo popular.

Monumento de la Parroquia de San Nicolás de la Villa, Córdoba, España

El recorrido por los monumentos se hace en la noche del Jueves Santo, aunque en algunos lugares se extiende a la mañana del Viernes Santo. Estas visitas, y la oración en cada una de ellas, simbolizan el acompañamiento de los fieles a Jesús en cada uno de los lugares por los que pasó desde la noche en que fue apresado hasta su crucifixión. De esta manera, la primera iglesia recuerda el camino de Cristo desde el Cenáculo hasta la Huerto de Getsemaní; la segunda el traslado desde dicho huerto hasta la casa de Anás; la tercera la visita a la casa de Caifás; la cuarta la primera comparecencia ante Pilatos; la quinta la presencia ante Herodes; la sexta la segunda comparecencia ante el procurador romano; y la séptima el recorrido desde el pretorio hasta el Calvario. Otra forma de dar cohesión a las visitas es recordar los momentos en los que el Señor derramó Su preciosísima Sangre por nuestra redención: (i) la circuncisión; (ii) el sudor de sangre en Getsemaní: (iii) la flagelación; (iv) la coronación de espinas; (v) la cruz a cuestas hacia el Calvario; (vi) los clavos que traspasaron Sus manos y Sus pies cuando fue crucificado; (vii) la lanzada de Longinos en Su costado, que le atravesó el Corazón.

La Iglesia sigue recomendando la visita al lugar donde el Santísimo permanece reservado desde la noche del Jueves Santo. Al respecto, el mentado Directorio de piedad popular enseña que, “realizada con austera solemnidad y ordenada esencialmente a la conservación del Cuerpo del Señor, para la comunión de los fieles en la Celebración litúrgica del Viernes Santo y para el Viático de los enfermos, es una invitación a la adoración, silenciosa y prolongada, del Sacramento admirable, instituido en este día” (núm. 141). En otras palabras, la visita al altar de la reserva es una óptima ocasión para realizar una verdadera adoración eucarística de toda la comunidad, sea parroquial o religiosa, con todos sus miembros, para venerar a Cristo eucarístico el día en que ese sacramento fue instituido, justo en la víspera de su Pasión.

Visita al monumento

La práctica tradicional es que, en cada una de los monumentos visitados, se medita sobre una estación del recorrido del Señor durante su Pasión o de efusión de Su Sangre, y se rezan seis Padrenuestros, Avemarías y Glorias (los cinco primeros en acción de gracias por la institución de la Eucaristía y el último siempre por las intenciones del Santo Padre), a la vez que se pide al Señor que nos libre de los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) y nos conceda las siete virtudes (fe, esperanza y caridad; justicia, prudencia, fortaleza y templanza) y los siete dones del Espíritu Santo (sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios). Por cada visita se ganan quince años de indulgencia, la que se transforma en plenaria si se añade confesión y  comunión ese mismo día, cumpliendo siempre con las condiciones acostumbradas. 

Volvamos ahora al relato de nuestra experiencia en la ciudad de Santiago de Chile durante el Viernes Santo de este año. Con mi hijo hicimos el viaje desde casa hasta el centro de la ciudad en Metro y comenzamos el recorrido de los monumentos por la Iglesia de San Agustín, donde se conserva el célebre Cristo de Mayo. Lo que ahí vimos daba esperanzas de que nuestra excursión cumpliría sus fines de piedad litúrgica. Frente a la puerta lateral que da al convento de los padres agustinos, estaba erigido un monumento cuidadosamente adornado y siguiendo las indicaciones antedichas. Tres sacerdotes confesaban fieles en los respectivos confesionarios, y otros tantos esperaban su turno. Las imágenes sagradas estaban debidamente recubiertas por telas moradas. Todo lo que vimos ese día no llama la atención, pues San Agustín es una de las iglesias con mayor número de Misas por jornada (cuatro cada día, casi todas acompañadas por música de órgano) y con una constante presencia de confesores.

Interior de la Iglesia de San Agustín

Seguimos nuestro recorrido dirigiéndonos a la Basílica de la Merced. También ahí los padres mercedarios, que este año celebran sus ocho siglos de existencia, habían preparado un monumento en el altar situado al costado derecho de la nave. Él estaba dispuesto con primor y en el medio podía verse un pequeño sagrario que contenía a Jesús Sacramentado. Las bancas que había delante estaban ocupadas por varios fieles que hacían oración de rodillas. En uno de los confesionarios, un sacerdote recibía los penitentes que buscaban la reconciliación con Dios el día en que la Iglesia conmemora el sacrificio redentor de su Hijo. Las imágenes veladas recordaban el sentimiento que marca la jornada. 

De ahí fuimos a la Catedral, situada en plena Plaza de Armas. En la aneja Capilla del Sagrario el deán predicaba un retiro de Semana Santa frente a una gran cantidad de asistentes, bajo la mirada de la imagen de la Virgen del Carmen que preside el altar. Después de dar la vuelta completa a la nave sin encontrar el monumento, decidimos preguntar a uno de los guardias que cuidaba de la seguridad del templo. Dado que mi primera pregunta relativa al monumento pareció no ser comprendida por mi interlocutor, reformulé la consulta haciendo alusión a la reserva del Santísimo. La respuesta del guardia fue que, por ser Viernes Santo, no había Santísimo. Le expliqué que estaba en lo cierto, pero que la costumbre era, precisamente por esa razón, reservar las formas consagradas en un altar distinto desde la Misa que recuerda la Última Cena, de suerte que los fieles pusiesen visitar al Señor y fomentar la piedad eucarística durante el día siguiente. La respuesta nos dejó perplejos: nos dijo que nada de eso había en la Catedral, el mayor templo de nuestra Iglesia local, y cuya función es ser símbolo de una nave que surca las aguas del mundo y el pecado preservando de ellas a los que se encuentran en su interior. En otras palabras, que el Viernes Santo Cristo no estaba ahí presente en la Eucaristía. No quisimos preguntar más, porque los turistas requerían la atención de los guardias. 

Interior de la Catedral metropolitana de Santiago de Chile
(Foto: Pinterest)

Por cierto, la costumbre de predicar en Viernes Santo es también muy antigua y digna de encomio. Durante la época visigoda se había introducido en España la costumbre de tener las iglesias cerradas todo el Viernes Santo, dado que para este día no había oficios especiales. Por esa razón, el IV Concilio de Toledo (633) ordenó que esa jornada la ocupasen los obispos y párrocos en predicar la Pasión del Señor y en disponer a los fieles para la Comunión pascual, que acabó por ser uno de los mandamientos de la Iglesia. No estamos diciendo, por tanto, que sea algo malo que se prediquen retiros ese día. Nuestra sorpresa va por otro lado: que al mismo tiempo que se predica a Cristo, Éste no esté presente sacramentalmente.

Después de esta sorpresa que nos brindó la Catedral, emprendimos el rumbo hacia la Iglesia de Santo Domingo. Pero el resultado fue idéntico: no había monumento que visitar. Lamentablemente, tampoco había nadie a quien preguntar sobre esa ausencia.

Monumento de la Iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, Roma
(Foto: Wikicommons)

La siguiente iglesia de nuestro recorrido fue aquella que antiguamente perteneció a las Agustinas, en uno de cuyos altares laterales celebraba diariamente la Santa Misa San Alberto Hurtado y monseñor Carlos Casanueva, por décadas rector de la Universidad Católica. No pudimos saber si en el interior había o no monumento, porque la iglesia estaba cerrada. 

Fuimos finalmente a la Iglesia de San Francisco, donde se conserva la primera imagen de Nuestra Señora llegada al país. Eran casi las 13.00 horas y el sacristán nos detuvo en la puerta, diciéndonos que estaba cerrando la iglesia. Le pregunté por el monumento, pues queríamos visitarlo siquiera unos minutos antes del cierre. Su respuesta fue una mirada donde se percibía la incredulidad. Le expliqué lo que era el monumento, pero al parecer tampoco esta vez fui entendido. Me dijo que había algo de eso, pero que ese día no se podía visitar. Todo indicaba, entonces, que ahí no se había reservado el Santísimo en algún lugar que permitiese la oración privada de los fieles durante el Viernes Santo. Monumento era, por lo visto, sinónimo de un lugar propio de la atracción turística.

Altar mayor de la Iglesia de San Francisco (Santiago de Chile)
(Foto: Enviajes)

Después de visitar seis iglesias, el resultado fue que con mi hijo sólo pudimos estar unos minutos en oración frente a dos monumentos. En las otras iglesias, Jesús Sacramentado simplemente estaba ausente. Con un dejo amargo, decidimos volver a casa y prepararnos para asistir al Oficio de la Pasión del Señor de esa tarde. Pero mientras volvíamos no podía quitar de mi mente esa tremenda pregunta con que Cristo concluye la parábola del juez injusto y la viuda inoportuna: cuando el Hijo del hombre vuelva, ¿acaso encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18, 8). Gracias a Dios, el Oficio solemne de esa tarde nos permitió recobrar en parte la esperanza. Porque Cristo prometió a su Iglesia que las puertas del infierno jamás prevalecerían sobre ella, y también nos dejó en el Apocalipsis una escena de la gloriosa adoración del Cordero que quita el pecado del mundo.  

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