jueves, 12 de enero de 2017

50 años de Magnificat: la conferencia de Augusto Merino (quinta parte)

Les ofrecemos a continuación la quinta entrega de la conferencia impartida por el Profesor Augusto Merino Medina en el II Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile el pasado mes de agosto de 2016.

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 Prof. Augusto Merino
(Foto: El Mercurio)

Lex orandi, lex credendi: cómo alterar la fe sin tocar la doctrina (V)

El caso de la decadencia de la música sagrada

El punto por el cual la música profana penetró en la liturgia durante el postconcilio en la mayor parte del mundo católico y, en especial, en nuestro mundo hispanoamericano, es el corte de los puentes con la inmensa e incalculablemente rica tradición musical de la Iglesia latina, manifestada en el canto gregoriano y en la polifonía. Ambos –gregoriano y polifonía- han girado desde su nacimiento en torno a la idea de un sacrificio sagrado que el hombre ofrece a la divinidad, y han rodeado este acto de la grandeza, la solemnidad y la devoción que le son necesarios.

Pero en el posconcilio el pueblo cristiano quedó abandonado a su suerte en lo que se refiere a la música. Los maestros, que debían haberle enseñado, no lo hicieron. Este tema, de gran complejidad, se entiende mejor si consideramos que, aquí, enseñar equivale a hacer llegar la Tradición a las nuevas generaciones; y hemos visto que es la Tradición, precisamente, aquello que el modernismo tiene que demoler.

No es fácil ni agradable lanzar acusaciones al clero, y especialmente a lo que antiguamente se denominaba “el alto clero”, por el abandono de su responsabilidad docente. Muchos de los integrantes de ambas categorías clericales que debieran enseñarla desconocen ellos mismos cuál es la Tradición musical de la Iglesia.  

Ahora bien, lo que, en ausencia de algo mejor, han hecho los fieles, es tomar modelos de la música profana de la actualidad –ya plagada por la des-formación y otros males- para introducirlos en la liturgia. Desde el punto de vista de la modificación de la sensibilidad y los afectos, esto ha sido un triunfo absoluto de los reformadores y de quienes, sin tener conciencia de ello, les han servido de instrumentos: ha sido un triunfo conseguido sin tener que hacer mucho sino que, por el contrario, dejando de hacer: es decir, dejando de enseñar.

 Santa Cecilia
Patrona de la música y los poetas 
Vitral en la iglesia de Santa María Virgen, Little Wymondley, Hertfordshire (Inglaterra)
(Imagen: Wikimedia Commons)

El resultado neto es la desaparición del concepto mismo de “música sagrada”, reemplazado –sin que se tenga conciencia de ello- por el de “música religiosa”. Lo que hoy se canta en nuestros templos no es música sagrada, sino música religiosa, sin que a los fieles esto les importe en lo más mínimo porque carecen de las nociones que les permitirían comprender el escamoteo que se ha producido. Pero no sólo eso: más que música religiosa, es, simplemente, mala música con un texto de contenido religioso y, a veces, sólo vagamente religioso. Con todo, es música que mueve las emociones; es más, se trata de música esencialmente emocional, pero no al modo como lo es la gran música romántica, por ejemplo, capaz de elevar el alma del hombre con sus melodías amplias, sus recursos compositivos complejos y sus técnicas refinadas (piénsese sólo en el contrapunto), sino emocional en el sentido más primario y vinculado, de modo directo, con instintos igualmente primarios, de lo cual es testigo su carácter predominantemente sensual o, sin tapujos, sexual. 

El ritmo binario de la música pop, que es el que predomina en el oído juvenil y popular actualmente, contribuye a una simplicidad que es, más bien, extrema pobreza. En la mayor parte de las ocasiones, el ritmo de la música es el de una marcha, que recuerda algo a la música de guitarras que interpretan los protestantes evangélicos en las esquinas: ya sólo el ritmo de marcha es inapropiado para la música sagrada, y la semejanza con la música evangélica no puede ser más atentatoria contra la identidad católica (recuérdese solamente el “Gloria, gloria, aleluya” que, entre los niños, suele cantarse con la letrilla  “El perro de mi tía tiene una terrible tos”, no obstante lo cual se lo canta a veces durante la Misa). 

Pues bien, es esta música de mala calidad la que se ha constituido en el lenguaje a que recurren los fieles, carentes de toda educación litúrgica y musical, para componer sus cantos de inspiración religiosa que son, finalmente, “multiuso”, es decir, buenos para ser interpretados durante la Misa o en procesiones o festivales religiosos (la música verdaderamente sagrada no tiene esta flexibilidad: nadie imaginaría entonar el Kyrie eleison en una procesión del Carmen...).

Detengámonos un momento en este punto, que ilustraré con ejemplos. ¿Qué es música sagrada? ¿Qué es música religiosa?

Tomemos la definición de “música sagrada” que da San Pío X en su motu proprio Tra le sollicitudine (1903), donde escribe lo siguiente: 

Por consiguiente, la música sagrada debe tener en grado eminente las cualidades propias de la liturgia: la santidad y la bondad de las formas, de donde nace espontáneo otro carácter suyo: la universalidad.

Debe ser santa y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí misma, sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes.

Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos.

Mas a la vez debe ser universal, en el sentido de que, aun concediéndose a toda nación que admita en sus composiciones religiosas aquellas formas particulares que constituyen el carácter específico de su propia música, éste debe estar de tal modo subordinado a los caracteres generales de la música sagrada, que ningún fiel procedente de otra nación experimente al oírla una impresión que no sea buena[1].

 San Pío X
(Imagen: DICI)

El Siervo de Dios Pío XII, a su vez, se refería en los siguientes términos a la música sagrada: 

[...] la dignidad de la música sagrada y su altísima finalidad están en que con sus hermosas modulaciones y con su magnificencia embellece y adorna las voces del sacerdote que ofrece, o del pueblo cristiano que alaba al Altísimo; y eleva a Dios los espíritus de los asistentes como por una fuerza y virtud innata y hace más vivas y fervorosas las preces litúrgicas de la comunidad cristiana, para que pueda con más intensidad y eficacia alzar sus súplicas y alabanzas a Dios trino y uno. Gracias a la música sagrada se acrece el honor que la Iglesia, unida con Cristo, su Cabeza, tributa a Dios; se aumenta también el fruto que los fieles sacan de la sagrada liturgia movidos por la música religiosa, fruto que se manifiesta en su vida y costumbres dignas de un cristiano, como lo enseña la experiencia de todos los días y se halla confirmado por el frecuente testimonio de escritores, tanto antiguos como modernos, de la literatura[2]. 

La Instrucción Musicam sacram, expedida ya en 1967 por el Consilium que trabajaba en las reformas litúrgicas encargadas por el Concilio Vaticano II, reitera en parte el concepto usado por San Pío X, al definir la música sagrada como “aquélla que, compuesta para la celebración del culto divino, está dotada de santidad y de bondad de forma” [3] (el Consilium omite, sin embargo, la referencia a la “universalidad” y, como en innumerables otras ocasiones, reafirmando en teoría un determinado principio, deja abierta la posibilidad de que se lo viole o desconozca: el Consilium hábilmente abrió la puerta –esa “puerta” por la que entraba el diablo, según Pablo VI- para la importación de la música “religiosa” a la liturgia). 

 Ilustración de un códice medieval
(Imagen: Luís Henriques)

Como explica, pues, San Pío X, será necesario entender aquí “santidad” como “sacralidad”, es decir, aptitud, por el poder de la música, de mover el alma humana, de dirigir sus afectos hacia las cosas santas o sagradas y no hacia las profanas. En otras palabras, no debe haber en esta música nada que estimule la sensualidad, o traiga al recuerdo del oyente los placeres de esta vida terrena como el baile, o que sirva como expresión a la protesta social, la furia existencial o la rebeldía frente a la vida y otras ideas, vivencias y emociones, según lo que está a la moda en tanta música popular contemporánea. Pero la exigencia de santidad se extiende, también, al estilo de la interpretación, es decir, al modo propio de lo que es santo y segregado de lo profano; no puede cantarse en la liturgia al modo como se canta en un festival de la canción, con los giros, vibratos, adornos, trinos y otras expresiones vocales propios de un bolero romántico, o de una cumbia, los cuales a menudo exigen ser cantados con una voz perezosa, arrastrada, insinuante o con una intención incluso libidinosa. 

Esta observación acerca del modo de la interpretación nos hace recordar cómo operan muchísimos coros juveniles, en cuyas manos los párrocos abandonan el tema de la música: se constituye en el presbiterio un círculo de jóvenes con guitarras que, sentados en redondo, se miran unos a otros, con frecuentes coqueteos entre los sexos, de espaldas al altar, y sin manifestar los signos habituales de respeto hacia la acción que se desarrolla en éste, como el arrodillarse y mantener silencio cuando no están cantando. Del mismo modo, los instrumentos y el modo de tocarlos no ha de evocar lo que ocurre en la música profana (en un concierto de jazz, por ejemplo, ni en un quincho dieciochero). Digámoslo una vez más: aquí se trata de que nada en la música sagrada evoque cosa alguna que no sea la santidad de Dios, a Quien con ella rendimos culto. 

La “bondad de la forma” se refiere, naturalmente, a la solvencia artística o calidad formal, de acuerdo con las reglas del arte musical. Lo cual exige, salvo el caso improbable de algún genio musical extraordinario, que quien compone la música conozca cabalmente el arte musical, que no sea un “espontáneo” que, movido sólo por su entusiasmo personal o por la alta opinión que tiene de sí mismo, se largue a divulgar en la Misa u otras ceremonias sagradas sus “creaciones” personales. Además, ojalá, sea persona de vida interior intensa, para que deje su huella en lo que escribe y toca. 

Finalmente, como lo dice Pío X, se debe añadir, como calidad necesaria a la música sagrada, la catolicidad, es decir, la universalidad. Esta queda definida por la fidelidad del estilo de la música en cuestión a la Tradición de la Iglesia, que ha recurrido siempre, como forma musical, al canto gregoriano y, desde hace ya seis o siete siglos, a la polifonía. Esta antigüedad, ligada al anonimato de la mayor parte de los autores, especialmente en el caso del gregoriano, libera a estos tipos de música de vínculos particularistas o nacionales: es la expresión propiamente latina de la fe, donde quiera que se dé en el ámbito geográfico o temporal, la que es vehiculada por este tipo de música; o sea, esta música es inseparable de la fe tal como la conserva la Tradición latina, nuestra Tradición, digna de sagrado respeto, guardada en la Iglesia por siglos precisamente por su largamente probada sacralidad y bondad o adecuación de la forma.  

 Juan Correa: El Niño Jesús con ángeles músicos (S. XVIII, Museo Nacional de Arte de México)

Esto no quiere decir, por cierto, que se excluya absolutamente toda nueva expresión musical que resulte, por ejemplo, de la llamada “inculturación” de la fe, tal como ella se ha dado, especialmente, en el caso de Hispanoamérica, a partir del siglo XVI, siempre que esas nuevas expresiones observen aquellos otros dos requisitos (la sacralidad y la “bondad de la forma”). Aquí conviene observar que esta inculturación puede dar origen tanto a música propiamente sagrada, apta para la liturgia, como a música simplemente religiosa. Cuando la música no está compuesta para el culto, no es en rigor música sagrada, por muy piadosa y valiosa que sea musicalmente. Un ejemplo de esta gran música religiosa pero no sagrada es, en Chile, el llamado “canto a lo divino”, que sus cultores tradicionales no entienden como compuesto para, por ejemplo, la Misa, sino para otra forma de celebraciones no propiamente litúrgicas. Esa gran compositora chilena que fue Violeta Parra (1917-1967), revista el carácter de una eximia intérprete de este “canto a lo divino”.  

Pero, como lo dice San Pío X, la universalidad de la música sagrada debe apreciarse, en último término, en que ningún fiel procedente de una nación que no sea donde se origina la música, experimente al oírla una impresión que no sea buena. En otras palabras, una impresión que lo desvíe del propósito de adoración que es el propio de la liturgia. 

En suma, dice el mentado Papa, que la música sagrada tiende al mismo fin de la liturgia, “el cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles”[4].  

Lo que hemos consignado aquí es lo que la Iglesia, a lo largo del siglo XX, ha considerado como “música sagrada”. Finalmente, en un tema que es extensísimo, San Juan Pablo II escribió, en 2003,  sobre la necesidad de "purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se celebra, para asegurar dignidad y bondad de formas a la música litúrgica”[5]. 

 Vicente Borrás y Abella, En el coro (1890)

En contraste con esta concorde tradición sobre lo que es la “música sagrada”, lo que aquí hemos denominado “música religiosa” es la que, sin hablar un lenguaje musical propiamente sagrado, ni tener calidad musical, sirve de vehículo a un simple texto piadoso o de inspiración religiosa. Ejemplos de ella son los cantos o  himnos que se interpretan en reuniones o campamentos juveniles, en procesiones o festivales folclóricos en torno a la memoria de algún santo, en un concurso de canto religioso, etcétera. Este tipo de música es particularmente receptivo, por quienes la componen y por las finalidades para las que se la compone, de los estilos musicales profanos, pop u otros, a los que termina asimilándose por completo. Como los textos cantados en estas melodías son teológicamente pobrísimos, carentes de valor poético e, incluso, intelectual, esta música es el vehículo ideal para introducir la desacralización de la liturgia, cada vez que se la toca o canta. Que es prácticamente siempre: es la música “normal” en las iglesias católicas actualmente. 

Pues bien, el desleír el límite entre la música sagrada y la música profana puede tener efectos más poderosos que un tratado entero destinado a secularizar las realidades sagradas, a “desmitificar” la religión, y cosas análogas.  

La primera etapa en esta dirección, como decíamos anteriormente, ha sido el despojamiento de todo lo que en la música sagrada hay de solemne, grave, piadoso y respetuoso, como corresponde a todo lo que rodea el ofrecimiento a Dios del sacrificio de Cristo en la cruz que se renueva, día a día, sobre el altar. Lo que se oye hoy durante las Misas dista de ser música digna de rodear la sublimidad de la acción sacrificial que tiene lugar en ellas. 

En efecto, ¡cuán lejos de esto hemos llegado a estar, cuando la música durante la Misa parece celebrar más bien a la propia “asamblea” que se reúne en torno a una “mesa del banquete” para comer festivamente, en medio de gestos cálidos y llenos de simpatía del sacerdote con los fieles y de éstos entre sí, en lugar de embellecer el acto de ofrecimiento a Dios, sobre el ara del altar, del sacrificio redentor de su Hijo Unigénito! Una música que no teme ser “simpática”, o “divertida”, llena de estribillos banales, es el triunfo de los reformadores que buscan adulterar la fe de siempre, pues hay vivencias humanas, como lo simpático o lo jovial, que son absolutamente incompatibles con lo sagrado.  





[1] Pío X, Motu proprio Tra le sollicitudine (1903), núm. 2.

[2] Pío XII, Encílica Musicae Sacrae (1955), núm. 8 [véase aquí su texto]. 

[3]  Sagrada Congregación de Ritos/Consilium, Instrucción Musicam Sacram (1967), núm. 4: “(a) Se entiende por música sagrada aquélla que, habiendo sido creada para la celebración del culto divino, está dotada de santidad y de bondad de forma. Se entiende aquí por tal: el canto gregoriano, la sagrada polifonía en sus diversas formas, tanto antiguas como modernas, la música sagrada para órgano y otros instrumentos aprobados y la música sagrada popular, ya sea litúrgica o simplemente religiosa”.

[4] Pío X, Motu prorpio Tra le sollicitudine, núm. 1.

[5] Juan Pablo II, Quirógrafo del Sumo Pontífice en el centenario del motu Proprio Tra le sollicitudine (2003), núm. 3 [véase aquí su texto ].

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