miércoles, 20 de abril de 2016

Recuerdos de la Hacienda Aculeo

Marta Letelier Llona (1914-1995) fue hermana del primer presidente de nuestra Asociación, el compositor Alfonso Letelier Llona (1912-1994). Compartió todas las etapas de su vida en la Hacienda de Aculeo alternándola con las misiones en el extranjero que debió servir su marido, el embajador Enrique Bernstein Carabantes (1910-1990). La hacienda, adquirida por sus abuelos en 1860, fue desarrollada por el empuje empresarial de su padre, Miguel Letelier Espínola (1883-1965), destacado ingeniero civil, agricultor y criador de caballos chilenos, quien se desempeñó como Subsecretaria del Ministerio de Agricultura, Industria y Colonización del Presidente Arturo Alessandri Palma. Con su marido, a quien acompañó en destinaciones en Brasil, Egipto, Austria, Francia, Yugoslavia e Italia, primero como Ministro Consejero y después como Embajador, tuvo tres hijos. Su vida estuvo dedicada a su familia y también a la ayuda de organizaciones comunitarias en áreas urbanas y rurales de bajos ingresos, entre las que cabe citar la Población San Gregorio y las Juntas de Vecinos de Paine y Aculeo.  En 1987, como testimonio a los suyos, quiso dejar por escrito lo que fue la vida en una hacienda del campo chileno que pasó a formar parte central de su vida durante buena parte de un convulsionado siglo XX. El texto, editado bajo el título Aculeo, tierra de recuerdos, fue publicado por la Editorial Andrés Bello, a quien tanto debe la cultura de nuestro país. 


Alfonso Letelier Llona
Premio Nacional de Arte, mención música, 1968
Primer Presidente de la Asociación de Artes Cristianas y Litúrgicas Magnificat

Les ofrecemos ahora un fragmento de esa obra relativo a la situación religiosa en la Hacienda Aculeo, donde habla también del ejemplo de vida cristiana de su abuela Edelmira. 

Conviene recordar que hacia allí se dirigía Emiliano Figueroa Larraín (1866-1931), Vicepresidente durante las fiestas del centenario y Presidente de la República entre 1925 y 1927, el sábado 16 de mayo de 1931 cuando sufrió el accidente de tránsito que le constó la vida. Ese día, el ex presidente había almorzado temprano en el Club de la Unión con algunos amigos, ya que estaba invitado al cumpleaños de doña Edelmira Espínola Letelier en la Hacienda Aculeo, donde solían coincidir políticos, obispos y artistas. De hecho, era común ver en sus salones a los pintores de la época, como Pedro Lira, Onofre Jarpa, Alfredo Helsby y Enrique Swinburn, quienes plasmaron los paisajes del lugar en sus obras. Terminado el almuerzo, Figueroa se subió a un Packard descapotable que conducía su amigo el doctor Manuel Torres Boonen. Algunas calles más abajo, en la esquina de Alameda con Gorbea, el automóvil donde viajaban fue impactado por un vehículo de alquiler. Figueroa murió a las 17.10 horas en la Asistencia Pública. 

 Doña Edelmira Espínola de Letelier
 (Foto: MásDeco)

 ***

La primera iglesia que hizo edificar la abuela, junto a la escuela, en 1897, había sido reducida a escombros en el terremoto de 1906. Tan pronto como fue posible mi padre inició la edificación de otra, que fue inaugurada en 1913. Es la que aún existe, sólo que sin su torre, la cual se elevaba como una flecha, enmarcada a lo lejos en el cerro de la Punta alta. Su pérdida se debió más que al temblor (con características de terremoto) del año 1972, a la obstinación de la gente, que dueña ya de sus propias decisiones por efecto de la Reforma Agraria, al ver la torre realmente averiada temió que se viniera abajo, a pesas de los arreglos que habrían podido hacerse.

La abuela quiso que la vida religiosa en esa región fuera lo más activa posible. Tenía un capellán permanente mantenido por la hacienda. Se sucedieron innumerables curas; santos y notables unos, otros, menos. En todo caso, había misa diaria y se rezaba novenas según el calendario de la iglesia. Principalmente se enseñaba el catecismo y se atendían los sacramentos en una comunidad que puede haber alcanzado a más de 500 habitantes. La misa se celebraba a las siete de la mañana en verano y a las ocho en invierno. La abuela no dejó de asistir sino cuando una enfermedad se lo impedía. Partía con su empleada, Flora Albornoz, las dos de velo y misal. Tomaba el desayuno en el comedor; jamás se lo hizo llevar a la cama. Flora dormía en la pieza contigua y que es hoy la sala-escritorio de Juan Enrique. 


Vista de las antiguas casas de la Hacienda Aculeo

[…]

Después de este largo paréntesis vuelvo a lo que nuestra abuela hizo para promover la piedad y la vida cristiana en Aculeo. Como construcción, lo más importante después de la iglesia fue la reproducción de la Gruta de Lourdes.  Eligió el cerro Los Ratos y que hoy llamamos La Gruta. No pudo ser un sitio más adecuado; sirve de fondo al camino principal que allí se divide: a la derecha el que va a Rangue y Los Hornos; hacia la izquierda, a lo que era El Vínculo (San Francisco, Cajón de las Islas, etcétera). Pero no sólo hizo colocar artísticamente enclavada en las rocas la imagen de la Virgen de la Inmaculada Concepción, sino que trazó a su alrededor un parque de pinos, castaño, olmos y árboles de flor. En la plazoleta bajo la gruta, platabandas de rosas y otras flores. Se hicieron caminos que, borrados por el descuido y los destrozos del tiempo, aún subsisten. Para regar este parque se construyó más arriba un estanque que recoge el agua sobrante de la canalización de la acequia del agua potable, a la cual ya me he referido anteriormente. Para todos los niños aculeguanos, la Gruta fue nuestro paseo favorito. El estanque siempre sombrío por la frondosidad de los árboles, fue convertido por nuestra imaginación en un sitio mágico. El cuento de “La rana encantada”, cuya lectura en el Tesoro de la Juventud tanto nos deleitaba, no había podido suceder en otro lugar. Hasta la Gruta llegaba la procesión que solemnemente se celebraba el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción. 

En la iglesia se rezaban las novenas o “meses” que celebraba el calendario católico. Algunas de estas devociones terminaban con solemnes procesiones, donde tomaba parte toda la comunidad. El Santísimo era llevado bajo un importante y rico palio, y quienes lo sostenían consideraban un honor el haber sido elegidos para este acto. 

 San José de Pintué, restaurada luego del terremoto de 2010 según su diseño original
 (Foto: MásDeco)

La iglesia estaba dotada de preciosos ornamentos traídos de Francia y España. Cálices, custodias, candelabros y floreros realzaban la solemnidad del culto. No se descuidaba la música. Aunque ahora yace olvidado y en pésimo estado, el órgano acompañaba las ceremonias tocado por gente de buena voluntad que nunca faltaba y, a veces, por artistas profesionales. Un coro formado entre los mismos campesinos cantaba la misa gregoriana “de Angelis” y de Difuntos, hábito que se prolongó hasta mucho después de fallecida la abuela. Quienes más contribuyeron a conservar esa tradición musical fueron dos auténticos aculeguanos: Rosa Godoy y Julio Pérez, que aprendieron a  tocar el armonio y a conducir los coros.

En la vida religiosa de Aculeo se seguía la tradición, muy chilena, de traer en cierta época del año padres misioneros. Se realizaba en otoño y las congregaciones más frecuentes eran los Capuchinos o los del Corazón del María. La gente acudía con entusiasmo y fervor. Muchos que poco o nada frecuentaban la iglesia durante el año, se precipitaban durante las misiones a cumplir con todos los mandatos de la Fe. Aunque había un capellán permanente, la gente prefería, parta la celebración de un matrimonio y bautizos, la venida de los misioneros, que, con sus prédicas sencillas o estruendosas, volvían al redila hasta a los más recalcitrantes.

Para nosotros —niños chicos—, la época de misiones está poblada de recuerdos, unos terroríficos, otros sabrosos. Lo primero, en razón de nuestras entradas a la iglesia durante alguna prédica sobre los horrores del infierno o la fealdad de los pecados. Lo segundo, porque en el parque, a la salida de la iglesia, estaban las “santeras”. Estas mujeres colocaban mesones llenos de estampas religiosas a color, enmarcadas en brillante lata, que nos parecían precisas; cruces grandes y chicas, rosarios; además de cuetes, guatapiques, bolitas de cristal y dulces en vivos colores; nueces con manjar blanco, galletas en forma de animales, etc., que engullíamos con delicia.

Pero lo más inolvidable será la visita del “cucurucho”. Aparecía al comenzar a volar las primeras hojas de otoño, montado a caballo. En la cabeza un puntudo bonete del que pendía una especie de túnica o poncho negro o morado. Parecía un personaje medieval. Nosotros no sabíamos si huir aterrorizados o dejarnos dominar por su inmensa curiosidad. Acabó por triunfar lo último, cuando se nos explicó que se trataba de piadosos “limosneros” que recorrían los campos, con autorización eclesiástica, para pedir dinero y ayuda para los pobres de alguna parroquia rural. Llevaba en lugar de árguenas dos alcancías, y allí cada cual depositaba sus limosnas. El “cucurucho” partía seguido de un enjambre de niños ofreciéndole manzanas, nueces o cocos, hasta que el hombre se aventuraba en las aguas del estero con el caballo encabritado por los gritos de la chiquillería.

 Cucurucho o Penitente de la Semana Santa, hacia 1860. 
 (Foto: Archivo del Museo Histórico Nacional, tomada de Urbatorium)


"Cucurucho" en una tarde dominical de la Alameda de las Delicias, 
detalle de un dibujo de Melton Prior, publicado en  
The Illustrated London News del 16 de agosto de 1890 
(imagen tomada de Urbatorium)


"El Cucurucho" ingresa a una casa causando terror, óleo de Manuel Antonio Caro
Reproducción del grabado aparecido en Chile Ilustrado, de Recaredo S. Tornero, 1872
(Imagen: Biblioteca Nacional Digital)

[…]

La abuela Edelmira no era sólo una cristiana de rezos.  Era inmensamente generosa a pesar de su apariencia de severidad. Vivió en la época del paternalismo. Pero siempre lo ejerció en forma oculta para que nadie se sintiera humillado al pedir o recibir. Tenía permanentemente en su ropero rimeros de zapatos nuevos, para grandes y chivos, ropas, etc., que entregaba con mucha discreción a la gente que venía a pedir ayuda. Fue una gran benefactora de la Congregación de los Salesianos, a quienes profesaba admiración por su obra educacional. Todos los veranos venían cursos completos a acampar en Aculeo, donde regalados con sandías, choclos y cuanto cosa la abuela podía enviarles.

Vivió de la renta vitalicia que le acordaron sus dos hijos a raíz de la partición de Aculeo, para que dispusiera de ella con plena libertad.  Pero no hizo inversiones, fuera de su casa en Santiago. Vivió confortable y dignamente, y tuvo su casa siempre abierta con elegancia y abundancia para sus familiares y amigos; su único lujo fue dar y ayudar a instituciones y personas necesitadas. Vivieron con ella sus dos hermanas: Julia, casada con Felipe Casas, y Lidia, viuda de Noguera. De muchas de sus ayudas sólo se supo por las cartas de pésame y agradecimientos que recibió mi padre a su muerte, ocurrida en 1942, poco antes de cumplir cien años.

Nota de la Redacción: El texto está tomado de Letelier Llona, M., Aculeo, tierra de recuerdos, Santiago, Editorial Andrés Bello, 2ª ed., 2006, pp. 41-47. 


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Actualización [4 de enero de 2018]: Urbatorivm, que ya había publicado hace algunos años una crónica sobre el personaje de Semana Santa denominado "cucurucho" (véase aquí dicha entrada), rescata un artículo del periodista Raúl Morales Álvarez publicado (con el seudónimo de Sherlock Holmes) en el Diario El Clarín de Santiago de Chile en 1967. En dicho artículo hay interesantes comentarios e información sobre el mentado "cucurucho" y la razón que pudo determinar el ocaso de la tradición.

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