viernes, 18 de marzo de 2016

El breviario del Concilio Vaticano II

Ofrecemos a continuación un texto preparado por D. Augusto Merino Medina, uno de los miembros de nuestro equipo de redacción, referido al breviario mandado componer por el Concilio Vaticano II (véase sobre todo SC 88 y 89). 

El breviario (el término proviene del latín clásico «breviarium», que significa el índice, el extracto, el sumario de una obra) es un libro litúrgico que recoge el conjunto abreviado de las obligaciones religiosas de carácter público que tiene el clero a lo largo del año (más allá de la Santa Misa) y que usualmente se contenía en un conjunto de obras mayores que constituían los denominados "Oficio Divino" (Opus Dei) o "Libros de Horas" (Horarium) para cada período del año (Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, más dos libros para el hoy denominado tiempo ordinario). Ellos representan el misterio de Cristo en la liturgia y en su Iglesia santificando el tiempo del hombre. En dicho libro se recogen así las oraciones, lecturas bíblicas y salmos que deben ser rezados o recitados en las diferentes horas canónicas del día (inicialmente ocho: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas) y según el tiempo litúrgico correspondiente. 


Cartujo rezando el Oficio Divino en su celda

Sus orígenes históricos datan de la Italia del siglo XI. Su formación se debió a las exigencias de la recitación privada del Oficio Divino, que se iba extendiendo cada vez más, y a la necesidad de coordinación y simplificación de la liturgia, que por esa época se iba abriendo paso. En su origen, el Oficio fue creado y compuesto para su recitación pública, en coro, y tal fue la exigencia en la Iglesia, tanto para los monjes como para los sacerdotes seculares, hasta el siglo XI. Sólo por excepción se permitida la recitación privada, como ocurría cuando un monje estaba de viaje o enfrentaba otras dificultades similares. Desde el año 1000, por motivos prácticos y para facilitar la recitación privada, se hizo necesario contar con una simplificación de los varios libros usados en el coro, los que formaban una verdadera biblioteca en razón de su número y proporciones. Basta pensar que entre ellos se contaban el salterio, los diversos libros de la Biblia, el responsorial, el antifonal, el pasionario o legendario, el himnario, el homiliario y el colectario.   

Primero se comenzaron a reunir todos estos volúmenes en uno o dos libros, dividiéndolos según las estaciones del año. En un segundo momento se fundieron juntos en forma ordenada, distribuyendo los diversos elementos (himnos, responsorios, salmos, etcétera) en cada oficio y presentándolos en la forma en que debían recitarse.  

La fijación de los textos que habían de componer el breviario la realizó, en su primer formato completo, el Concilio de Trento (1545-1563). Se trata de aquel breviario promulgado en 1568 por San Pío V y cuya estructura y contenido se mantuvo, con las revisiones efectuadas por los papas de los siglos XVII y XVIII, hasta la reforma de 1911. Ese año, San Pío X dispuso algunas importantes innovaciones en la ordenación ritual del breviario con el propósito de (i) incluir en la semana la recitación del salterio y, para esto, abreviar el salterio ferial, y de (ii) resolver el conflicto entre el temporal y el santoral, especialmente restableciendo los antiguos oficios dominicales. Posteriormente hubo algunas nuevas reformas por parte de Pío XII (incluida la no muy lograda traducción del salterio confiada al cardenal Bea) y San Juan XXIII. De ellas ha tratado, en una extensa serie que puede ser consultada aquí, Gregory DiPippo para el sitio New Liturgical Movement.

Como se sabe, el motu proprio Summorum Pontificum (artículo 9, § 3y la Instrucción Universae Ecclesiae (artículo 32) permiten a los clérigos el rezo del Breviario Romano promulgado por el Beato Juan XXIII en 1962, recitado siempre en lengua latina. De ahí que resulte interesante conocer su historia y las particularidades del antiguo breviario, de las que el texto de D. Augusto Merino Mediana que ahora les ofrecemos supone un primer acercamiento. 


El actual Oficio Divino después de las reformas posconciliares

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El Breviario Romano del Concilio Vaticano II

Dr. Augusto Merino Medina


Las siguientes reflexiones surgen no de un estudio detenido, que queda pendiente no obstante los varios (y buenos) que ya existen en la materia, sino de la simple experiencia de quien ha tenido la oportunidad de usar, en su condición de laico común y corriente y por largo tiempo, tanto el Breviario del Concilio, como el que aquí llamaremos, para no entrar en complicaciones del itinerario de reformas, de Pío XII, vale decir, aquel anterior a las de Juan XXIII y que hoy permite la forma extraordinaria. 

Respecto del Breviario del Concilio editado en castellano, hay que decir que, además de los reparos que se puede hacer a su versión en latín y sobre los que hablaremos a continuación, hay que lamentar, y profundamente, la mala calidad –a veces pésima- del himnario de que se lo dotó. Es imposible, realmente, moverse a piedad con algunas versainas sentimentaloides y prosaicas que se incluyen en el Oficio castellano. El punto ha de haber sido advertido por algunos editores, particularmente sensibles, del texto castellano, puesto que se ofrece también al usuario en esta lengua un himnario en latín, impreso por separado, que no es simple reedición del usado a lo largo de los siglos, pero en el cual, al menos, no se advierte, por quien no sea eximio latinista, los ripios y vulgaridades que abundan en el de la versión castellana.

La primera reflexión que sugiere la práctica es que, en el nuevo Breviario del Concilio, se advierte una lamentable falta de arte, de delicadeza, de adecuación, de énfasis, en el tratamiento del Oficio correspondiente a cada tiempo litúrgico. Quienes compusieron el nuevo Breviario, quizá debido al apresuramiento con que se realizaron todas las reformas litúrgicas a partir de 1964, parecen haberse conformado con un único modelo de  Oficio para todo el año, una especie de “template” o “plantilla”, que se usa como “default”, sin que existan muchas situaciones especiales que justifiquen la existencia de tal “texto supletorio”.

Por ejemplo, en el Breviario de Pío XII, los días de Semana Santa, especialmente el Triduo Pascual (cuyos oficios litúrgicos, como es sabido, fueron modificados por este Papa en 1955), tenían asignada una forma y estructura que expresaba claramente el dramatismo de ese tiempo sacratísimo del año litúrgico, suprimiendo las antífonas en la recitación de los salmos y, por cierto, los “gloriapatris”, y evocando así el despojamiento de los altares e, idealmente, de los espíritus, que conviene a esos días. El espléndido y sombrío “Oficio de Tinieblas” recitado el Miércoles, Jueves y Viernes Santo, que transmitía las más profundas emociones y movía a los afectos más depurados, simplemente desapareció: esos días, en el Breviario nuevo, se reza el mismo número de salmos, en el mismo rutinario modo en que se rezan a lo largo de todo el año, con sus respectivos “gloriapatris”, sin cambio ni énfasis, como si nada especial estuviera ocurriendo. No se advierte una pausa en el decurso del tiempo litúrgico, no se adecua el Oficio a las características propias de esos días tan importantes.

 Monjes benedictinos rezan las vísperas de Jueves Santo 
(Foto: John Stephen Dwyer)

En cambio, en el Breviario de Pío XII había todo tipo de signos y señas de que, en Semana Santa, se estaba en un período absolutamente extraordinario: supresión de versículos, de himnos, de antífonas, cambio de responsorios, gradualidad en la recitación, a lo largo de esos días, de la preciosa antífona “Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem, mortem autem crucis” (Fl 2, 8-9), etcétera.

Ahora todo es despachado del mismo modo, sin énfasis ni toma de conciencia de lo particular, con una especie de espíritu burocrático que no quiere complicarse la existencia ni exigir atención extra. La monotonía impera y hace invisible la singularidad de los diversos misterios del año litúrgico. En el fondo, se advierte aquí ese espíritu de devaluación de esta parte tan importante de la liturgia de la Iglesia que ha llevado, finalmente, y como era de esperarse, a que en ciertas órdenes religiosas se dé a sus miembros la alternativa de recitar el Oficio o de reemplazarlo por una media hora de oración “bíblica” o de algo por el estilo, a fin de dar más tiempo a un activismo, casi siempre de carácter social, que cree poder prescindir de raíces en una vida de oración y de piedad intensa. Y así, la dimensión comunitaria de la oración simplemente desaparece. 

La misma falta de delicada atención al contenido de los tiempos litúrgicos se advierte en otras épocas del año litúrgico, como Navidad. En la semana de Pascua, por ejemplo, la Iglesia, abreviando de modo notable el Oficio de cada día hasta el sábado in albis, comunicaba a los fieles el espíritu de distensión sagrada, de gozo, de alegría que conllevan esos días: también el cuerpo debía tomar parte en esa inefable fiesta del alma, disminuyendo el esfuerzo psicológico supuesto por el recogimiento que exige el Oficio Divino.

La segunda reflexión se refiere al empleo de lecturas sagradas en el Oficio de Maitines. Las reformas hechas por Juan XXIII fueron, en este sentido, todo lo desafortunadas que podían ser: no sólo se suprimió una inmensa cantidad de lecturas de los Santos Padres, sino que algunas que fueron conservadas quedaron a medio camino, truncas y sin sentido, por la supresión del tercer nocturno. El Breviario del Concilio, en este sentido, reaccionó positivamente, introduciendo más lecturas tomadas de la Patrística, además de la lectura de las Sagradas Escrituras. Pero aquí también se da una incoherencia inexplicable en nuestro ámbito lingüístico: supuesto el nuevo calendario litúrgico y su división en ciclos anuales, en la versión castellana se proporciona al fiel dos lecturas patrísticas para alternar en dos años, en tanto que en la versión en latín hay una sola. Los fieles que usan la versión castellana tienen, por lo tanto, un acceso inmensamente más rico que los otros a los tesoros de los Santos Padres. Esta situación se debe, sin duda, al deseo de los Padres Conciliares de que hubiera más lecturas de la Sagrada Escritura, aunque el punto de la variedad de éstas requiere de una evaluación propia que no haremos aquí y que no siempre es positiva.

En lo que sí se advierte una mejoría es en las lecturas hagiográficas, de las cuales se ha suprimido esos lugares comunes antiguos que presentaban a cada santo como habiéndolo sido desde su lactancia. En contraste, se ha suprimido las fiestas de innumerables santos del antiguo calendario, como en un esfuerzo por hacer perder a la memoria católica la riqueza de su milenario pasado. A menudo se ha privilegiado el recuerdo de santos “modernos”, como si los “antiguos” no ofrecieran muchas veces mejores y más impactantes señas de ejemplaridad de vida y de virtudes y no ilustraran la heroicidad de aquellos lejanos tiempos, que se hace cada vez más necesaria en los actuales.

El rezo del Oficio en coro, dirigido desde el facistol

Una tercera reflexión se refiere a la supresión de la hora canónica de Prima y a la nueva distribución de las que se ha mantenido (Tercia, Sexta, Nona). Es indudable que hay aquí un intento de amoldar el Oficio Divino al oficio humano que desempeña cada fiel. Lo cual es “signo de los tiempos”, una señal de que no es ya Dios el centro de la vida espiritual, de que la dimensión “vertical” de ésta, a que se alude tantas veces, ha sido sacrificada a la dimensión “horizontal”. En otras palabras, quien manda aquí es el ritmo de la vida moderna secular, no el ritmo de la vida católica. Se amolda el católico al espíritu del mundo, como si eso fuera suficiente para convertir a éste, en vez de amoldar la vida del mundo a la vida del espíritu católico, que es lo que realmente lo redimiría. San Pablo nos dice, entre otros muchísimos textos, “no os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente” (Rom. 12, 2). Parece haberse perdido del todo la milenaria perspectiva católica de “estar en el mundo sin ser del mundo” (Jn 15, 19).

Cabe hacer aquí la comparación con lo que es el caso entre los musulmanes, que interrumpen efectivamente la jornada diaria en cinco oportunidades para hacer su oración. Y de la comparación fluye la conclusión de que se comprende por qué aquel mundo parece estar lleno de una energía cada vez más desbordante, en tanto que el nuestro la pierde en cada instante a pasos agigantados. En el mundo católico, los tres momentos de oración que iban jalonando el día en forma de Horas Menores, quedan reducidos a uno solo, cuyo contenido, por lo demás, se ha empobrecido enormemente en materia de uso de los salmos, cualesquiera hayan sido las consideraciones eruditas que hayan llevado a esta situación.

Del mismo modo, la supresión de la hora de Prima, independientemente de los alegatos históricos y eruditos, representa un neto empobrecimiento de un aspecto de gran importancia de cada día, como es el ofrecimiento y consagración del trabajo. Este, sin estar debidamente consagrado a Dios, se transforma en el nuevo ídolo ante el cual se ofrece lo mejor de la jornada cotidiana. Por otra parte, aunque ya del Breviario de Pío XII se había suprimido la lectura del Martirologio, considerado como una práctica exclusivamente monástica que, por esta razón, no era extensible al mundo seglar, constituye, en el actual ambiente de descristianización debido, entre otras cosas, a la pérdida de la memoria de la Iglesia, un factor adicional de desconexión con esa “Iglesia Triunfante” que es parte esencial de la comunión de los santos. El énfasis del período posconciliar en la supresión de la mención y recordación de los santos es uno de los grandes daños que se ha causado a la vida espiritual del mundo católico, en aras, probablemente, de un “ecumenismo” (frente a los protestantes, por cierto; no frente a los ortodoxos) que ha probado ser, a lo largo de los últimos años, perfectamente infructuoso. 

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