sábado, 19 de septiembre de 2015

Pistas de lectura: "Soy cura y qué"

Así comienza el poema "Oficio" de Poemas dogmáticos II (1994). Su autor, José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago de Chile, 1936), es un sacerdote de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, cuya labor como poeta, teólogo y crítico literario chileno (bajo el seudónimo de Ignacio Valente) es conocida en el país y el extranjero. La Editorial Universitaria acaba de publicar un libro de conversaciones que recorren de manera ágil y amena buena parte de la vida del entrevistado, al modo de recuerdos de realidades doctrinales, pastorales, culturales e incluso anecdóticas ligadas a su persona, que son de gran interés. Quisiéramos ofrecer a nuestros lectores algunas fragmentos de esa obra relacionados con la función del sacerdote, el posconcilio y la dignidad de la celebración eucarística.  


Usted anda siempre de sotana, ¿no?

Casi siempre, porque es lo adecuado para el ministerio mío. Cuando no, de clergyman negro. San Josemaría comentaba que el sacerdocio es un servicio público, que la gente debe reconocer a simple vista, como un taxi. ¿Quién lo tomaría si anduviera como los demás autos?

Eso significa, por lo visto, que le han pedido a usted confesión o consejo por las calles.

Muchas veces. Y si no hay una iglesia cerca, habrá una plazoleta o un banco discreto donde poder oír una confesión. Recuerdo a un fotógrafo que vino a tomarme fotos para una entrevista, y quiso que fuera al aire libre. Muy cerca había un parque con sol y vegetación, y allí fuimos. Al final, me preguntó tímidamente si podía confesarlo, porque iba a casarse dentro de un tiempo y no sabía dónde encontrar un cura. Claro que te confieso, le dije yo, y allí mismo me contó su vida entera. De haber ido yo vestido de cualquier manera, él no lo habría hecho. 


[...]

¿Podría hablarnos un poco más de esos años difíciles [los del posconcilio]?

Sólo lo hago cuando es indispensable, y con mucho dolor, porque fueron penosos. Lo haré sin dar nombres, por supuesto. Comenzaré por un recuerdo previo. Ibo un día en una micro, cuando se cambia de asiento y viene a sentarse al lado mío un hombre mayor, mal agestado, con algo de tufillo alcohólico. Creí que iba a pedirme una limosna, pero no; me dijo, padrecito, aquí donde me ve, yo también soy…sacerdote para siempre según el orden sagrado de Melquisedec (la fórmula bíblica y litúrgica más solemne del sacerdocio); lo vi tan joven y rezando el Oficio con tanto piedad, agregó, que quise acercarme para decirle: siga por donde va, padrecito, porque yo me desencaminé, y le aseguro que la cara de ese descamino es horrible…: míreme. Y antes de que pudiera decirle nada, se escurrió y se bajó de la micro. Yo quedé de piedra.

[…]

Pero, ¿qué estaba pasando en la Iglesia?

Muchos fenómenos paralelos o convergentes. De los curas se decía “crisis de identidad sacerdotal” (era típico de entonces poner nombres neutros a realidades penosas).  Si un sacerdote no sabe para qué se ordenó, si se cree un agente de reforma de las estructuras sociales, ¿para qué perseverar? O si se queda, tal vez sea porque en caso contrario es socialmente un don nadie. También se decía: esto es una crisis de crecimiento de la Iglesia. ¡Qué crecimiento!, pura desolación. Con la liturgia de la Eucaristía se hicieron experimentos absurdos o aberrantes, que no quiero ni siquiera recordar. 


Recuerde por lo menos algo, para que no se pierda la memoria.

Cundieron las “misas domésticas”, celebradas en un comedor, sin ornamentos, imitando almuerzos comunes y corrientes, con paneras y jarras de vino, y todo muy conversado y con restos mínimos del rito. Y me acuerdo ahora de un musicólogo de mucho prestigio, que me decía: ¡La cueca en la misa!; sus colegas no saben nada; ignoran que para el pueblo la cueca tiene un contenido erótico, la conquista de la hembra por el varón. ¡Lo que sentirán esos fieles al oírla dentro de la misa! Pero basta, no quiero recordar ninguna cosa más de ese tiempo.

¿Fue entonces cuando las iglesias se deshicieron de muchos objetos sagrados?

Sí, una racha de pauperismo populista sacudió a muchas iglesias, a las que tenían objetos más valiosos, antiguos, venerables (aquello ni fue pobreza ni tuvo que ver con el pueblo: fue un complejo de pobretonería que perjudicó mucho la dignidad del culto divino). Vendían esos objetos a precio vil, para preferir galpones desnudos, gredas de Pomaire, chamantos de Quinchamalí…

¿Y adonde iban a parar esos objetos?

Con frecuencia a comerciantes vivos, anticuarios u otros. Estos los vendían a gente rica y de mal gusto, y uno veía después ornamentos o cálices en los livings, en las vitrinas. Mucha gente buena y sensata se propuso rescatarlos para devolverlos al uso sacro cuando llegara su tiempo. Recuerdo un sacerdote diocesano muy bueno, el padre Roasio, que tenía ciertos medios económicos y compraba y rescataba crucifijos valiosos, a veces de marfil, para donarlos a quienes lo merecieran. Una vez en su cada me mostró una sala grande repleta de ellos; incluso me regaló uno. 

 Dirck van Delen, Beeldenstorm in een kirk (1630),
retrato de la furia iconoclasta en Holanda durante la Reforma

Para que la gente de hoy se haga una idea, cuéntenos alguna otra cosa que complete el contexto.

Fue en esa época que comenzó a bajar y bajar la práctica de la confesión sacramental (y, por supuesto, el número de sacerdotes que oyeran confesiones). En cambio, menudeaban las absoluciones colectivas sin confesión. La disciplina del clero estaba muy deteriorada: tantos curas hacían lo que les daba la gana. En lo doctrinal, mencionaré sólo el llamado Catecismo holandés, encargado por los obispos de ese país a sus teólogos, técnicamente muy bien hecho, pero lleno de innumerables omisiones, equívocos y aun errores de fondo, que la Santa Sede objetó y que no quisieron tener en cuenta a la hora de corregirlos (el texto de esas múltiples objeciones se añadió como apéndice en letra chiquitísima, para salvar las apariencias).  Ese “Catecismo” se vendió en el mundo entero como pan caliente, y se citaba como hoy se cita el verdadero Catecismo de la Iglesia Católica.

¿Cuál fue la relación de todas estas cosas con el llamado “post-concilio”?

Así se llamaban muchos de esos disparates: “postconciliares”. La cosa llegó a tal punto que el Papa Pablo VI, en dos dramáticas intervenciones, llamó “diabólico” a lo que estaba pasando dentro de la Iglesia. En una de esas alocuciones describió cómo la Iglesia había abierto las puertas al mundo para que entrara aire fresco, pero por sus ventas se había colado “el humo de Satanás”.  Pero no eran muchos los que hacían caso al Papa. A Pablo VI, creo, lo santificó el sufrimiento que debió padecer en esos años.  

[…]

Tuvo usted por entonces una trifulca con el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, ¿no?

Sí, dentro de una especie de encuentro literario en la Universidad Católica, donde se habló poco de literatura. Nos dijo a los escritores chilenos que había llegado al país pensando que se podía ser católico y marxista, pero que en contacto con la Unidad Popular y con muchos Cristianos por el socialismo (del Padre Arroyo), se iba pensando que un católico debía ser marxista, porque el marxismo era la forma actual de cristianismo. Discutimos mucho. Llegó a decir que la misa celebrada por mí ese día (para grupos universitarios) era inválida; que la suya sí era válida, porque la había celebrado en Lo Valledor. ¿La diferencia? Él sí había consagrado, porque su Eucaristía estaba validada por la presencia del pueblo revolucionario. También dijo otras linduras por el estilo: el bautismo con la fórmula “yo te doy membresía revolucionaria” en vez de “yo te bautizo en el nombre del…”, el Juicio de Dios como el paredón de los capitalistas, la vida eterna como la revolución eterna…
[…]

 Juan Pablo II reprende a Ernesto Cardenal durante su visita a Nicaragua (1983)
 por su participación en el gobierno sandinista como ministro de cultura

¿Cuándo estaban ustedes [los miembros de la Comisión Teológica Internacional] con San Juan Pablo II?

Año por medio concelebrábamos misa con él en su capilla privada (los sacerdotes éramos 28), y al año siguiente almorzábamos con él, en dos turnos, quince y quince, a causa del número y del idioma: un día en francés y al siguiente en alemán.

¿Puede contar algo sobre esas Misas?

Eran en latín, obviamente, y se cantaba gregoriano. Recuerdo sobre todo la del primer año. Estábamos citados a las seis y media de la mañana. Llegamos a esa hora, y no había trazas de Misa. El Papa estaba arrodillado en su reclinatorio, sin mirarnos siquiera, y así lo estuvo media hora (su oración de la mañana), en una posición que le vería otras veces, también en Chile: completamente inmóvil y con la cabeza entre las manos.  Yo en aquel momento sentí, percibí, casi físicamente, que ese hombre estaba como sumergido en Dios. La misma impresión han tenido otros al verlo orar así en distintos lugares y momentos. Era algo sobrecogedor. Por fin se levantó en silencio, y nosotros con él, a revestirnos para la Misa.


Nota de la Redacción: Las citas están tomadas de Fernández, B./Fernández, P./Urruticoechea, S., Conversaciones con J. M. Ibáñez, Santiago, Editorial Universitaria, 2015, pp. 80-81, 90-95, 129-130 y 164.

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